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Poner apodos es muy cruel, no lo hagas

  • Foto del escritor: Leonardo García
    Leonardo García
  • 28 ago
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: 11 sept


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En México es bastante común que, desde la primaria y hasta la Universidad, alguien reciba un apodo ofensivo que se burle de alguna característica física, la forma en la que viste o por sus gustos particulares.


A veces suena gracioso, otras se dice “de cariño”, pero detrás de esas palabras suele esconderse un peso enorme. Un simple apodo puede convertirse en una herida que acompaña a alguien durante años.


Muchas veces, los apodos ofensivos son puestos por gente acostumbrada a hacerle bullying a sus compañeros, sin importarle cómo le afecta a la víctima que lo llamen de una forma lasciva.


Los especialistas en psicología advierten que el uso de apodos, especialmente en la escuela, refuerza la exclusión y la desigualdad.


Cuando una persona recibe un sobrenombre por su físico, su forma de hablar o cualquier rasgo personal, lo que en realidad ocurre es una reducción de su identidad: deja de ser reconocida por quién es y se le etiqueta por una sola característica.



De ahí que muchos psicólogos lo vinculen directamente con el inicio del bullying.

Los apodos dañan la autoestima porque transforman un rasgo en motivo de burla o diferenciación.


La persona, al escucharlo repetidamente, empieza a interiorizar la etiqueta, sintiendo vergüenza o rechazo hacia sí misma. Esto es especialmente grave en etapas como la prepa, donde la construcción de la identidad es tan frágil.


Además, como señalan expertos en salud emocional, un apodo nunca viaja solo: arrastra risas, miradas, comparaciones y silencios incómodos.


Incluso cuando la persona afectada no responde, la herida se acumula. Con el tiempo, esto puede derivar en inseguridad, ansiedad social e incluso depresión.


Es común escuchar que alguien justifique poner apodos con frases tipo: “así nos llevamos” o “es de cariño”. Sin embargo, esa normalización no borra el daño.


Poner apodos no fortalece los lazos, los rompe. No genera cercanía, sino distancia. Y aunque para quien lo dice pueda sonar inofensivo, para quien lo recibe puede convertirse en una carga difícil de soltar.


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